

Verano
Estaciones, es una meditación pictórica sobre la metamorfosis del alma a través de la luz. Nace de la contemplación del mar como espejo de la conciencia: un espacio inmutable que, sin embargo, se transforma infinitamente bajo el influjo del tiempo y la mirada.
Cada estación simboliza un tránsito interior, un ciclo vital en el que la materia y el espíritu se entrelazan en una misma respiración. En estas primeras cuatro obras —dedicadas al verano— la plenitud luminosa se convierte en metáfora del despertar espiritual. Durante aquellos meses viví frente al horizonte, observando cómo un mismo fragmento de mar podía reinventarse según la hora del día, revelando que la constancia y el cambio no son opuestos, sino reflejos de una misma verdad: la identidad es un estado de luz en movimiento.
Cada cuadro encarna un instante de esa metamorfosis: la aurora que purifica, el amanecer que expande, el crepúsculo que serena y la noche que recoge el silencio. No pinto un paisaje en su literalidad, sino la vibración que emerge entre la percepción y lo percibido —ese espacio donde el alma reconoce su forma cambiante.
Al igual que ese mismo lugar que parece transformarse bajo distintas luces y momentos, nosotros, manteniendo nuestra esencia, revelamos distintas facetas de nuestra propia claridad interior. Somos también paisaje: cuerpos de agua que reflejan y ocultan, que brillan o se oscurecen según la hora de nuestra existencia.
El mar, testigo y maestro, me enseñó que la luz exterior es también una manifestación de la interior; que ver es, en realidad, un acto de revelación. Así, estas obras se ofrecen como un diálogo entre la materia y lo invisible, entre el tiempo que pasa y la esencia que permanece. Son, en última instancia, una reflexión sobre la posibilidad de transformarnos sin dejar de ser los mismos: como el mar, como la luz.



